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Habían pasado dos años desde aquella guerra inolvidable contra Manny Pacquiao. Una batalla que dejó a Márquez de pie y glorioso, pese a las tres caídas en el primer asalto.
HISTORIA26 de mayo de 2025
Ludo Sáenz Lorenzo-Luaces
La noche del 5 de agosto de 2006, el calor de Texas se mezclaba con la tensión del regreso. En el Dodge Arena de Hidalgo, bajo un cielo cargado de humedad y expectación, Juan Manuel Márquez subía al ring con el rostro serio, casi imperturbable, como si supiera que aquella pelea, más que un combate por el mundial interino pluma de la OMB, era una declaración. Frente a él, un tailandés zurdo, invicto y desconocido para muchos: Terdsak Jandaeng. Pero para Márquez, no era una cuestión de nombres. Era una cuestión de legado.
Habían pasado dos años desde aquella guerra inolvidable contra Manny Pacquiao. Una batalla que dejó a Márquez de pie y glorioso, pese a las tres caídas en el primer asalto. Sin embargo, el reconocimiento no siempre llega con los puños. Después del empate, el mexicano enfrentó algo aún más duro que los golpes: el silencio. Sin rivales dispuestos, sin promotores decididos, sin los reflectores que por derecho le pertenecían.
Por eso, aquella noche no era una más. Jandaeng representaba una puerta cerrada que había que derribar. Zurdo, agresivo, joven. Su récord invicto hablaba por él. Pero Márquez no estaba allí para hacer amigos ni para validar promesas ajenas. Había entrenado con disciplina monástica, con la mirada fija en la redención. No en palabras. En golpes.
Desde el primer campanazo, el contraste fue evidente. Jandaeng salió con la energía de quien tiene todo por ganar. Rápido, frontal, lanzando manos desde ángulos incómodos. Pero Márquez, con la serenidad de los maestros, comenzó a leer el combate como quien descifra un libro conocido. Retrocedía un paso, lanzaba un jab. Dos pasos, contragolpe. Una derecha cruzada y el tailandés se encontraba con la realidad: estaba frente a un artista del castigo calculado.
Los asaltos fueron cayendo como páginas de una novela que se escribía con cada intercambio. Jandaeng, valiente, insistía. Pero Márquez, sin levantar la voz, respondía con precisión quirúrgica. A veces parecía que ni sudaba. Como si el combate fluyera desde adentro, como si todo ya hubiera sido ensayado en su mente muchas veces.
Fue en el séptimo asalto cuando la obra alcanzó su clímax. Un derechazo limpio, seco, entró entre la guardia del tailandés y lo mandó al suelo. El público, que hasta entonces contenía el aliento, estalló. Jandaeng se levantó, tambaleante pero terco. Márquez no lo miró con odio ni con prisa. Solo con la mirada del cirujano que sabe dónde cortar.
En el octavo round, no hubo escape. Otra combinación —jab, gancho, derecha— y el cuerpo de Jandaeng volvió a besar la lona. Esta vez, el árbitro no dudó. Levantó los brazos. El combate había terminado. Márquez había vuelto.
No gritó. No saltó. Caminó al rincón con la serenidad de quien ha hecho lo que tenía que hacer. Había pasado más de un año desde su última pelea. Y allí estaba, otra vez con la mano en alto, otra vez bajo las luces, otra vez con el respeto del mundo como testigo.
Esa noche en Texas no cambió la historia del boxeo, pero sí reafirmó la de Juan Manuel Márquez. No era un peleador mediático. No tenía el carisma de un showman. Pero tenía lo esencial: técnica, corazón, y una mente capaz de resolver lo que otros ni siquiera veían.
Jandaeng, por su parte, regresó a su país con la primera mancha en su récord. Su valentía no fue suficiente, pero su esfuerzo quedó registrado en cada intercambio. Nunca se rindió. Y eso, en el boxeo, también se respeta.
Para Márquez, esa victoria fue más que una estadística. Fue el punto de quiebre. El anuncio silencioso de que aún quedaban páginas por escribir. Vendrían después otras batallas, otros títulos, otras guerras con Pacquiao. Pero todo eso empezó, en cierto modo, aquella noche calurosa en Texas, cuando un hombre que muchos daban por olvidado se paró frente a un joven invicto… y lo hizo caer.

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